NOCHE I - Noches de insomnio
Cuando abrí los ojos lo primero que distinguí fue una superficie completamente
blanca, sin ningún rastro de hojas en ella: fue inevitable preguntarme a dónde
podrían haber ido a parar todas las fotos y dibujos con los que solía decorar
mi techo.
Entonces lo
comprendí.
El reloj del velador
marcaba la 1:28 am., y todo lo que hacía de mi habitación “mi habitación”,
estaba metido en alguna de las cajas de mudanza, aún sin abrir, que reposaban
al pie del armario. Ese era el motivo por el que mi cuerpo traía esa incómoda
sensación de alerta: estaba en un lugar que me era completamente ajeno. Después
de todo, esta
no era mi antigua habitación en la casa del abuelo Cides, en Asiri. Nadie puede
dormir en un lugar que le resulta tan poco familiar.
Lirau queda a cinco horas de viaje en auto (tres en tren) de
Asiri, y la hermosura de la ciudad recae en el majestuoso mar que posee.
Hermosura que, sinceramente, ahora resultaba casi irrelevante porque había
detalles más importantes que tomar en cuenta.
El principal, por ejemplo, que el abuelo se quedaría solo allá;
sin mí.
»— Cachorra,
vas a estar bien, ¿sí? — me
había
pedido por la tarde mientras íbamos en su auto rumbo a la nueva
casa que Gisell había comprado, y de la que se había hablado hasta el hartazgo.
Asentí fuertemente, sin atreverme a despegar los ojos de la ventana para
mirarlo —. Joan y Petardo van a estar contigo, así que solo ignora cualquier
comentario tonto de Corín o Gisell.
»— Sí,
abuelo — me esforcé en
responder, pero la voz me salió ahogada de tanto que apretaba la garganta.
No me gustaba la idea de mudarme a una ciudad tan grande cuando
había pasado la mayor parte de mi vida en una localidad pequeña,
con campos abiertos preciosísimos rodeando la vieja casa del
abuelo. Con el sol filtrándose por las ventanas todas las
mañanas
y con el bonito espectáculo que brindaban las espigas al mecerse con el viento vespertino.
Pero eso era algo que a Gisell no le importaba. Al igual que
cualquiera de mis opiniones, a decir verdad.
»—
Tienes que estudiar, Cachorra, y no hay mejor lugar que Lirau para hacerlo.
»— La
escuela a la que iba allá también era buena, abuelo Cides —
protesté.
»— Sí,
hija, lo sé; pero el próximo año ya deberías
empezar la universidad, y la que tanto querías
está allá.
Y ahora que Gisell acaba de comprar el dichoso “palacio” ese,
pues va a ser más sencillo que lo hagas. Además, también podrán estar con Joan:
él ya no tendrá que vivir en esa habitación alquilada.
Bueno, por ese lado el asunto pintaba bastante bien. Joan, mi
hermano mayor, había dejado Asiri hace un año
para juntar dinero y pagarse él mismo la universidad. Gisell y
el abuelo habían insistido en que ellos podían costearle los estudios, pero él,
tan testarudo como siempre, se rehusó y emprendió en solitario su viaje a Lirau
dispuesto a “ganarse la vida”, como siempre repetía.
Por mi lado el asunto era otro. De pequeña
repetía que quería estudiar en la misma
universidad a la que fue papá; pero claro, a esa edad no comprendía que
“estudiar en Lirau” implicaba mudarme, dejar al abuelo e incluir a Gisell y a
Corín en la bolsa de viaje.
Además, ahora ni siquiera estaba segura de si realmente quería ir
a la universidad.
»— No, Cachorra.
Los estudios son muy importantes; son de lo que dependerá tu futuro.
»— Pero…
»— ¡Chitón!
Ni una palabra más, jovencita.
Me dejé caer sobre el asiento, derrotada.
El abuelo Cides es un hombre alto, de cabellos canos, bigote
poblado color gris y una masa muscular que cualquier individuo de setenta y
cinco años envidiaría.
Desde que mi memoria dejó de almacenar recuerdos borrosos
de la primera infancia, todo lo que mi mente trae a modo de remembranza es su
rostro amable y esa voz tan bonita con la que solía
narrarme los cuentos que siempre le pedía.
He vivido con él desde los cinco años.
Ahora, con diecisiete a cuestas, era más que evidente que me dolería la
separación.
Cuando escuché la palabra “mudanza”, sentí como si una roca enorme
me aplastara.
»—
Abuelo…
»— ¿Sí, Cachorra?
Árbol tras árbol pasaba frente a mis ojos: de pequeña
siempre le preguntaba por qué parecía que
nos seguían.
»— ¿Vas a
extrañarme?
Soltó una risotada:
»— ¡Ni
tanto! Ahora voy a tener más tiempo para leer todos esos libros que dejó la
loca de tu abuela. Y me va a venir bien descansar un poco de todos esos
grititos de: “¡Abuelo, abuelo!”, que me soltabas
cuando volvías de la escuela. — Me reí un poco ante la imitación boba de mi voz.
»— Yo también voy a extrañarte.
Llegamos a Lirau después de cruzar un túnel que terminaba en una
larga carretera. Al lado derecho, ese espectacular mar del que todos hablaban nos
dio la bienvenida; y media hora más tarde me encontré en una bonita calle
residencial. Varios niños jugaban en las pistas
desprovistas de autos, y algunos adultos aprovechaban el sábado
para salir a regar sus jardines.
El abuelo soltó un silbido asombrado. Supuse que Gisell estaría
gritando de la emoción mientras iba en su auto, junto a Corín y Joan mientras
seguían al camión de mudanza.
No fue hasta que doblamos la calle que el auto se detuvo. Petardo,
nuestro pastor alemán, lanzó un ladrido desde el asiento posterior. El abuelo
se desabrochó el cinturón de seguridad para bajar y contemplar la nueva
residencia.
Bien, no puedo negar que incluso para mí el asunto fue un tanto
sorprendente: ahí, en frente, tenía una casa lo bastante grande como para que
vivieran por lo menos seis personas. Al lado, un pequeño
pasadizo se abría paso rumbo a lo que parecía ser
un amplio jardín.
Cielos, era una casa enorme y nosotros solo éramos cuatro personas
y un perro.
Quise insistir con lo de que el abuelo también podría mudarse con
nosotros, pero recordé su férrea postura: ya me había dejado en claro que jamás
se mudaría a la ciudad. Uno porque le fascinaba la vida campestre, y dos porque
dejar su antigua casa sería como tirar al olvido el recuerdo de la abuela
Marlene.
»— ¡Yo
quiero la habitación más
grande! — exclamó Corín que
apareció como invocada, pasó a velocidad luz rumbo a la puerta y me dio un
empujón que me magulló el hombro.
»— Ella
es más pequeña, así que
ni me pongas gestos — añadió
Gisell detrás de mí.
A decir verdad, el espacio era un tema que me traía sin cuidado.
Es más, si ella hubiera preferido que me quedara con el abuelo en Asiri, yo
habría terminado dando volteretas en el aire más que contenta. Pero no, estaba
aquí, casi como ese molestoso paquete que obligatoriamente no puedes dejar
atrás.
»— ¿Por
qué
siempre tienes que ponerte tan antipática con Sisa, eh? — lanzó Joan
mientras empezaba a trasladar algunas cajas desde el camión de mudanza. Gisell
frunció los labios y me lanzó una mirada reprobatoria.
Quise decirle “¡pero
si yo no he dicho nada!”; pero de ahí recordé que mi sola presencia era motivo
de reprobación para ella así que mejor no. Con Gisell y Corín las cosas siempre
han sido muy sencillas: mientras menos se me notara, mucho mejor.
Todos ayudamos con la descarga de las cosas. Los del servicio de
mudanza se encargaron de dejar todos los muebles pesados en las zonas que
Gisell les iba señalando, mientras no dejaba de
repetir que la casa era una completa belleza. Joan y el abuelo pasaban de tanto
en tanto junto a mí, imitando sus palabras con tonos extremadamente agudos:
tuve que esforzarme muchísimo para no reírme a carcajadas y ganarme una
reprimenda de las buenas.
Exactamente a las cinco y media de la tarde llegó la hora de despedirme
del abuelo, en medio del llanto desconsolado que me atacó y las cosas ya
descargadas en el interior de la casa. Se había ofrecido a ayudarnos a
acomodarlas, pero Gisell señaló que
de preferencia ya volviera a Asiri, o sería peligroso manejar después, ya
entrada la noche.
El tono, obviamente nada amistoso, bastó para que él decidiera
retirarse de inmediato.
Yo ya no era de las que lloraban fácilmente (a diferencia de cuando
era más pequeña), pero pensar que el abuelo iba
a estar completamente solo allá, me oprimió el pecho de la tristeza. Ya estaba
algo mayor, ¿qué tal
si le pasaba algo? ¡Si necesitaba de nuestra ayuda y
nosotros estábamos a kilómetros
de distancia!
Joan se acercó a consolarme, mientras el abuelo repetía que las
cinco horas entre Asiri y Lirau eran insignificantes tanto para él y su auto,
como para mí si iba en tren. Gisell mencionó que yo estaba exagerando, y Corín
no tuvo mejor comentario que exclamar que eso no me daría excusa para después
pedir la habitación más grande que ya le pertenecía a ella.
Quise gritarle que se quedara con todas las habitaciones si se le
antojaba; pero Joan se me adelantó diciendo que, para tal caso, todos íbamos a
terminar durmiendo en la casa de Petardo ya que ella parecía querer ocupar toda
la casa.
»— No
le hables así a tu hermana — le
advirtió Gisell.
»— Entonces
dile que deje de ser tan jodidamente superficial.
El abuelo lo miró con seriedad:
»—
Cuida esa boca, hijo. Es tu madre. — Joan resopló, disgustado, pero asintió levemente
—. Y tú, Cachorra, ya no llores o me pondré muy triste. — Asentí y me limpié
las lágrimas con la manga del suéter; Gisell ingresó a la casa junto a Corín
mientras hablaban de ver la cocina —. Es más, si prometes estar tranquila y
estudiar mucho, hasta podríamos ir a comprar ese violín eléctrico que tanto
querías.
»— No
te preocupes, abuelo. El que tengo funciona súper
bien. Cuídate mucho, por favor.
»—
Pierde cuidado, hija. — Me besó en la cabeza, se despidió de todos y subió a su
auto, sonriente. Encendió el motor y más adelante se perdió de vista porque la
inmensa calle doblaba hacia la izquierda.
Abuelo…
»— Oye,
Bellota, tranquila, ¿sí? —
me dijo Joan —. El abuelo no va a estar solo mucho tiempo, así que deja de
preocuparte.
»— Sí…
Me reincorporé violentamente: ¡momento!
¿A qué se
refería Joan con eso?
Ahh, a veces comprendo por qué Gisell se enfada con él. Suele ser
tan misterioso en ciertas ocasiones que a una le dan ganas de golpearlo.
Iba a recostarme nuevamente, pero oí un par de rasguños en
la puerta. Quité los cobertores y me puse de pie: Petardo
me miraba con la lengua afuera.
— ¿Tú
tampoco puedes dormir? — le pregunté;
pasó meneando la cola y se tumbó sobre la alfombra. Al parecer no era la única que
no se acostumbraba al nuevo ambiente.
Mmm, a ver: mañana tendré que
ordenar mi habitación si quiero que sea un lugar
habitable, y el lunes empiezo las clases en la escuela en la que Gisell me
inscribió... Tal vez debería unirme a algún club para pasar más tiempo fuera de
casa; me pregunto si habrá alguno de Música…
La verdad tengo unas ganas tremendas de sacar el violín porque es
una de las cosas que más funcionan para relajarme, pero si alguna nota empieza
a sonar, Gisell vendrá hecha una furia dispuesta a romperlo, tal vez sobre mi
cabeza para de paso rompérmela también. Y no se lo reprocharía: dos de la mañana
no es una hora precisamente prudente para andar de concertista.
Observé el techo, desganada. En
realidad, las cosas con Gisell siempre han sido así y dudo mucho que cambien.
Creo que en cierto modo yo soy la culpable de que su matrimonio con papá…bueno,
con David, se hubiera desmoronado poco a poco. Después de todo, que de la noche
a la mañana tu esposo decida hacerse cargo
de la hija de aquella mejor amiga que falleció de cáncer,
no era una cuestión sencilla de asimilar.
Llegué a la casa del abuelo Cides
hace doce años, cuando David (al que ya me he
acostumbrado a llamar papá) me trajo con él. Tenía cinco años y
la verdad es que hay ciertas partes que no recuerdo de mi llegada, pero una de
las que jamás podré
olvidar es la del rostro desencajado de Gisell que no tuvo reparos en exclamar
que yo “no era su problema”. Después de
todo, mi madre debía tener parientes que quisieran hacerse cargo de mí.
Lo malo fue que esos parientes no existían, así de simple: supongo
que la única tía que me acogió mientras mamá permanecía internada dio un paso
al costado porque sino estaría con ella.
Ahora, cuando intento recordar mejor esa escena, creo que de haber sido
un tanto más grande y comprender realmente las cosas, me habría dolido
muchísimo el oír cómo David y Gisell peleaban a gritos en su habitación,
mientras el abuelo Cides y la abuela Marlene le ofrecían galletas y leche a la
niña que
acababa de llegar, para mitigar todo el horrible estruendo de allá
arriba.
Un curioso Joan de siete años
bajó por
las escaleras y preguntó quién era
yo. El abuelo Cides tuvo la magistral idea de responderle que era su hermana,
así que para darme cuenta ya estaba en el jardín, jugando con él mientras
gritaba que estaba feliz por mi llegada.
Tal vez he ahí el motivo por el que ambos seamos tan cercanos. No
somos hermanos biológicos, pero casi juraría que nadie lo quiere como yo.
A medida que los años pasaban, notaba que el abuelo
Cides, la abuela Marlene, Joan y papá se empeñaban
en hacerme sentir parte de la familia, tal vez para compensar en algo la
notoria antipatía que Gisell me profesaba. Una vez tuve la osadía de
preguntarle por qué no me quería (siete años, sí,
error garrafal de niño), y ella fue muy sincera al
decirme que porque era el vivo retrato de Aura, mi madre.
En ese momento me pregunté a mí misma qué de malo habría en ello.
Pero años después,
cuando a la tía Ruth (hermana menor de papá), se
le escapó que él,
Gisell y mamá habían
sido compañeros de universidad; y él y
mamá
pareja en cierta etapa de su juventud, fue que lo comprendí todo.
Gisell no me tenía mucha estima que digamos porque le recordaba a
la mujer que papá una vez amó. Y la verdad es que no estoy enterada del todo,
pero supongo que ha de sentirse horrible criar a la hija de una exnovia a la
que tu esposo le profesaba un eterno cariño. Ahí
radicaba la razón por la que nuestra relación
fuese un tanto complicada, y que ella les guardara tanto resentimiento a los
abuelos que fueron de los que se encariñaron
rápidamente
conmigo y me abrieron las puertas de su hogar.
La abuela Marlene y papá fallecieron poco después del cumpleaños número
cinco de Corín en un terrible accidente en la
fábrica en la que él trabajaba. Ya han pasado algo de nueve años de
aquello; nueve años en los que la casa se convirtió
en una especie de campo de batalla en la que los equipos o estaban en mi contra
o a favor mío.
Obviamente Joan y el abuelo Cides eran de mi bando.
Corín y yo solo nos llevamos tres años de
diferencia, así que nuestra relación fue
bastante buena al principio. Tiempo después, los infinitos comentarios de
Gisell acerca de que los abuelos y papá me querían más a mí tuvieron sus consecuencias,
y rompieron el lazo que habíamos creado.
—
Ya
son casi las dos y media… — musité al ver el reloj.
Y yo aún sin ganas de dormirme de nuevo.
La habitación que me han asignado es bastante grande a comparación
de la que tenía en la casa del abuelo Cides. Mi cama está en la esquina junto a
la ventana principal y no ocupa mucho espacio. Las paredes, ahora grises por la
falta de luz, son de color melocotón suave y las cortinas, que a las justas
pude poner antes de echarme a dormir, de color marfil.
Por la mañana empezaré a
pegar mis dibujos en el techo, y las fotos con las que solía
decorar mi antigua habitación. A lo mejor así la siento más
“mía” y la sensación molestosa de extrañeza se me pasa. Me pregunto qué
estará haciendo el abuelo en este
momento… Claro, durmiendo: qué tonta.
Me puse de pie, le rasqué las orejas a Petardo que lanzó un
bostezo sumamente complacido y corrí levemente una de las cortinas.
Es triste no ver el inmenso campo
abierto que había detrás de la casa del abuelo. No es que el vecindario al que
nos hemos mudado no me parezca bonito, pero ver solo casas, árboles en hilera,
aceras y más allá edificios (el centro de la ciudad, supongo), como que me
llena de nostalgia. Recuerdo que los días en los que me despertaba bruscamente
por la madrugada hacía lo mismo que hice ahora: descorrer las cortinas y
ponerme a observar el paisaje inmenso que se abría en la parte posterior de la
casa. Las estrellas iluminaban fuertemente todo el terreno y hasta me permitían
ver las colinas que estaban al fondo. Cuando era pequeña, el
abuelo solía decirnos a Joan, a Corín y a mí que los duendes salían a bailar y
cantar porque los humanos no podíamos molestarlos en las madrugadas. Probablemente
por eso a veces me despierto en medio de la noche, buscando ver a alguno,
saludarlo y preguntarle por sus festividades duendiles nocturnas.
Sentí un horrible apretón en el
pecho: de verdad quiero volverme a Asiri.
—
Sí,
claro, vámonos caminando ahora mismo.
Abrí un poco las ventanas. La
calle se encontraba completamente desolada, solo iluminada por la blanquecina
luz de luna y el susurro del viento que mecía las copas de los árboles. Se me
antojó salir a dar un paseo porque el ambiente era casi de película, pero tal
vez también sería de película pasar un mal rato por andar de curiosa en un
lugar que no conocía.
Me recosté sobre el alféizar, entristecida;
observando cada una de las casas y los jardines meticulosamente
cuidados de nuestros vecinos. Es un barrio caro, sí: tal vez lo de salir a dar
un paseo no sea tan mala idea después de todo. No creo que en medio de esta
zona tan pulcra termine siendo asaltada.
Iba a tomar una de mis maletas
para sacar una chaqueta, cuando de
pronto un par de sonidos me alertaron.
Cerré las cortinas con brusquedad
(evidentemente una pésima táctica si quería pasar desapercibida) y dejé un
pequeño espacio entre los pliegues de la
tela para fisgonear un poco: a lo lejos distinguí una figura caminando en medio
de la pista. Sus pasos rompían el sepulcral silencio al impactar contra el
pavimento. Una de dos: o era alguien que también había querido salir a dar un
paseo como quería hacer yo…o era un alma en pena.
Suena bobo, lo sé; pero la abuela
Marlene era de las que siempre repetían esa clase de cosas así que en parte era
su culpa.
Me quedé en completo silencio,
reteniendo la respiración de manera estúpida porque era obvio que no iba a
escucharme desde donde estaba, y cuando pasó frente a la casa comprobé que se
trataba de un chico. Volteé a ver el reloj nuevamente: tres de la mañana. ¿Qué haría
caminando de manera tan tranquila a estas horas? Y lo que era aún más raro: ¿es
que acaso no sentía frío? Porque esa camiseta de manga
corta definitivamente no era lo más abrigador, y el viento que se sentía en
todo Lirau no era en lo absoluto una brisa primaveral.
Volví a enfocarme en la calle con
curiosidad: dio un par de pasos más, subió a la vereda del jardín de en frente
y se detuvo. Elevó la cabeza y se quedó mirando un punto fijo en el cielo
nocturno. Dirigí mi mirada hacia la misma dirección por si veía un platillo
volador o alguna figura extraña pero no encontré nada
llamativo. Solo estaba la luna, redonda y brillante. Nada más.
Me quedé observando al desconocido
un par de minutos más. Por su complexión física parece de la edad de Joan:
diecinueve, dieciocho tal vez.
Qué rayos estaría haciendo a estas
hor…
—
¿Bellota?
—
¡AHH! — Giré espantada después del
tremendo grito que pegué, y me encontré a mi hermano con una sonrisita
divertida—. ¡¿Pero qué te
pasa, Joan?!
—
¿Qué me
pasa? ¡Qué te
pasa a ti! — repitió burlonamente después del manotazo que le di —. ¿Qué
andas mirando?
—
Nada
— respondí fastidiada, pero el muy tonto corrió las cortinas sin la más mínima
delicadeza. Imaginé al “desconocido/ ladrón/ chico en plena fuga/ alma en pena”
percatándose de que alguien andaba espiándolo.
—
¿Mmm? ¿Planeando
asaltar a algún vecino? — preguntó con
curiosidad.
—
¡¿Es un ladrón?! —
exclamé sorprendida.
Joan elevó una ceja:
—
Lo
digo por ti, so tonta. Como andas viendo las casas en plena madrugada…
—
Claro
que no. Estaba viendo al chico de allá afuera y me preguntaba qué haría
caminando tan tarde por la calle.
—
¿Ah? — Me
miró
desencajado y después me lanzó un
golpecito en la frente —. Bellota, no hay nadie allá
afuera.
—
¿Qué?
Me acerqué nuevamente a la ventana
y...
Tenía razón: la calle estaba
completamente vacía.
—
Había un chico… — me defendí. ¿Ya se habría ido? Pero Joan habría escuchado sus
pasos en caso de que hubiera corrido porque esa era la única manera de
desaparecer tan velozmente —. ¡Es en serio! — repliqué
ante su mirada divertida.
—
Más
tarde vamos a tener que arreglar todo el tugurio de allá
abajo y va a estar algo pesado el asunto — indicó y me despeinó como siempre
hacía—. Ya duérmete, Bellota loca.
—
¿Puedo saber cómo
apareciste aquí? — le
pregunté enfurruñada.
—
Petardo
estaba durmiendo en mi habitación, y cuando desperté no lo vi por ningún lado.
Pensé que podría haber venido por ti para que corrieran juntos rumbo a Asiri.
—
Ja-ja,
qué gracioso.
Me metí a la cama y me acomodó las
cobijas. Me despeinó efusivamente el cabello, ya para irse.
Volteé a ver la ventana con
confusión.
—
Ya
quita esa cara. Tal vez era algún chico que se ha dado la fiesta del año y
estaba volviendo a casa algo “indispuesto”. O a lo mejor simplemente estabas soñando.
—
Podría
ser — señalé algo
dubitativa—, pero bueno, ya sabes...
Joan elevó las cejas y después
resopló, comprendiéndolo:
—
Ah, claro, error mío. Sí, ya
lo sé, ya lo sé. Duérmete,
Bellota loca.
—
¡Duermo! —
exclamé en tono militar; me sonrió y
salió de mi habitación.
Mi hermano lo sabía bien. Sabía
perfectamente lo que sus palabras significaban para mí: "soñar"
era una palabra de lo más extraña, un concepto que no terminaba de cuajar. O
bueno, para mí lo era.
Nunca he soñado
en mis diecisiete años de vida.
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